Calypso and Odysseus.Erich Von Kugelgen.
Estimado Diógenes,
Ha pasado mucho tiempo.
Son varios años ya de ausencia de mi extraña Ítaca. Es un alejamiento no físico, no buscado. Ay, las búsquedas, no entremos ahora en ello. Mi cuerpo ha merodeado como un espíritu desalojado de su ser. El reino era el mismo, la reina, la princesa… las quiero. Pero el camino invadido por la niebla me anunciaba una ruta sin conocido retorno. ¿A dónde?... No lo sé.
Sólo la Musa que conoce la historia de los hombres, conocerá la mía. Musa conocedora de senderos, de ciudades, de dolores, de talantes y de hombres.
Porque en la insensatez del hombre está su camino y en él sucumbe como víctima de su propio destino. Sí, ya me lo has dicho en ocasiones. El destino lo hacemos nosotros, pero Diógenes, tú lo sabes, hay una parte de él que domina la Musa, hija de Zeus.
Dirás por qué te mando este mensaje, por qué me dirijo a ti, pero es que eres la única persona a la que he conocido durante este tiempo con males semejantes.
Muchos son los que regresan a casa escapando de la guerra y del mar, pero yo no sé ya mi camino. Qué duro es el privarte del regreso.
Preciosa era la ninfa Calipso, diosa de su propia cueva, en cuyas concavidades me retuvo en un principio. Ésto, Diógenes, fue al principio del camino. Calipso era un dulce dama, de grácil estar, bella, estilizada y divina como todas las diosas.
No creo en los dioses, también lo sabes, pero sé que se reunieron para hablar de mi destino. Todos se comparecieron de mí, excepto Poseidón. Nunca me gustaron sus aguas profundas. El hecho de no hacer pie, ya me incomoda.
Cómo culpan los mortales a los dioses, decía Zeus, pero solo ellos por su estupidez soportan los dolores más de lo que corresponde. ¡Cuándo aprenderé Diógenes! Cuándo aprenderé. Cuánto he sufrido por los demás sin importarme apenas mi sustento, cuanto me he quitado, cuanto he dejado sin ver, sin oler, sin sentir, por el hecho de tener en buena vida a mis acompañantes. Sé que ya no lo hago, ni lo haré. ¡Cómo se aprende!.
Dicen que fue a Atenea a quien se le acongojó su corazón endiosado por mi eterna desdicha, y fue la que me miró en aquella isla donde me retenía la hija de Atlante, Calipso. Donde me sujetaba con quejas, dolores, lamentos, depresiones, ansiedades diversas. Donde una vez encadenado no podía escapar, no tenía fuerzas, no sé si la debilidad era manifiesta o era invadida por esa extraña cobardía que nos acompaña cuando no nos atrevemos a romper con algo. ¿Acaso no te pasa? Seguro que tienes algún conocido atado por apegos que no lo son, pero él cree que sí. Esclavo de cadenas que sólo ve él. Pero que en todos nos existen en algún momento. ¡Qué dificil!
Sé que Zeus no me odiaba, no le creo capaz. Pero si existe el que conduce su carro por la tierra, Poseidón, ese sí que me odia. Será por privarle el ojo a su hijo. Será por esos daños que hacemos en la vida y no vemos. Quién es entonces Polifemo sino cualquiera de nosotros. Yo también, como tú Diógenes, habré hecho mucho daño. Lo sé. Pero si alguien se arrepiente de lo hecho y de lo no hecho, soy yo.
Me cuentan que a Ítaca descendió Atenea con sus sandalias inmortales, su lanza guarnecida en bronce y vio a los pretendientes jugar a los dados, esperando. Yo no lo creo, mi princesa me adora, me quiere, y aunque no vea lo que era, sabe que soy yo, que aun estando lejos, estoy junto a ella, siempre.
Ahora, estoy a las afueras del oscuro bosque, y espero a Hermes.
Vendrá…
Tu amigo,
NADIE.